Américo Castro escribe sobre el Bachillerato en el semanario España a finales de 1915

ESPAÑA 

Madrid 4 noviembre 1915

Año 1, nº. 41 p. 2

Más sobre el Bachillerato por Américo Castro

Un cambio en la estructura de nuestra segunda enseñanza, no podrá interesar al público que consciente y libremente desee su mejora, más que si la reforma comprende: I. La formación del profesorado. II. Garantías de que la actuación de los profesores se inspirará en la idea de lo que hoy constituye la norma media de la enseñanza en los pueblos más cultos. El fondo de la cuestión es éste: lo que se enseñe, ni el tiempo en que se enseñe importan nada al lado de QUIÉN lo enseñe y de CÓMO lo enseñe. Ante este quién y este cómo, el Estado nunca ha revelado la menor inquietud; los ministros de Instrucción muestran suma negligencia en este caso, tanto más extraña cuanto que basta visitar atentamente los centros de enseñanza del extranjero, leer unos libros o hablar con personas entendidas, para, por lo menos, percatarse de la naturaleza del asunto.

En El Pais del 12 del pasado mes, expuse –una vez más- la forma en que se reclutan los profesores de Instituto, y algunos resultados tangibles de nuestro bachillerato.

En este artículo querría llegar a ciertas conclusiones de carácter práctico. Por los claustros de los institutos va peregrinando el proyecto del Sr. Collantes, que se refiere más principalmente a cuestiones de forma. No gastemos tiempo en discutirlo: Ex nihilo, nihil. Hubiese sido raro que tan súbitamente se resolviese cuestión tan compleja. En 1889, una comisión parlamentaria, presidida por Ribot, se encargó en Francia de planear un nuevo sistema de bachillerato; trabajaron de recio, consultaron con las eminencias nacionales, y después de discutirse la reforma en el parlamento, salió el nuevo plan en 1902.

Pero no es justo ensañarse con el Sr. Collantes. ¿Qué culpa tenía aquel señor ministro de que las cosas anduviesen tan revueltas que una buena intención sirviera para tan poco? Una reforma de tanto alcance, que necesita atacar los centros de nuestra instrucción pública, requiere largos preparativos y el choque de diversos puntos de vista.

En mi sentir, una modificación del bachillerato, hoy por hoy, tiene que ser muy sobria y referirse sólo a ciertos puntos esenciales. Por el momento, habría que resignarse a descuidar la parte educativa, que exige demasiadas circunstancias – en el maestro y en el ambiente-, si ha de ser algo más que vana palabrería o nociva actuación sobre la personalidad de los jóvenes. ¡Es tan fácil lograr apariencias de organización pedagógica captando nombres del extranjero! Conviene que sigan los chicos dando tremendas voces en la calle de los Reyes, mientras no se hagan dentro de aquel instituto cosas que merezcan que nos privemos de esa ruidosa muestra de nuestra ineficacia pedagógica.

En tanto que el poder central, encarnado en un sujeto de excepcionales dotes, no tome sobre sí el cuidado de los institutos, será inútil pedir mejoras. ¿Por qué no hay una dirección de segunda enseñanza? Por economía no será, ya que el Ministerio paga 43.000 pesetas a unos inspectores generales, a quienes no les deseo otro trabajo sino que justifiquen cómo ganan esos sueldos de 10 a 12.000 pesetas. Seguimos creyendo que pueden ocuparse de la parte administrativa de la enseñanza personas sin más cultura que la recibida en los círculos políticos. Y así ocurre, que la función del ministerio es algo artificioso o muerto que miran con desdén los universitarios. ¿Cómo van a legislar ni a actuar sobre el organismo de la enseñanza personas que no pueden tener relación efectiva con el personal docente?

Esas 43.000 pesetas que consumen los antecitados inspectores (que no inspeccionan nada y que no podrían hacerlo, aunque quisiesen), debieran emplearse en sufragar una Dirección general que ya no funcionaría en la sombra. El ideal sería que la constituyesen un corto número de personas que se hayan resignado a abandonar el estudio y la enseñanza para realizar una función, tal vez menos brillante, pero de un alto patriotismo. De sobra podrían reclutarse entre aquellos excelentes profesores que cuentan nuestros Institutos. Algunos de ellos debían marcharse fuera un cierto tiempo, enterándose, viendo bien de cerca lo que es la enseñanza secundaria en Alemania, en Francia, etc. De estos países habría que tomar lo normal, lo ya contrastado. A lo mejor se fijan nuestros europeizantes en algo que es una excepción en el extranjero, y pretenden importar tendencias nacientes, meros tanteos que las minorías extremas están ensayando en esos países, y que sólo allí tienen razón de ser. No creo posible, amigo Hoyos, que pueda encomendarse a los actuales Institutos su propia reforma, como dice usted con excesiva buena fe. Están demasiado bajos para poder subir hasta donde usted pretende. Hay que ponerles por encima una organización que les merezca un justificado respeto, y en todo caso que justificadamente pueda imponérselo. Una vez con existencia, esa Dirección general- de acuerdo con un ministro inteligente y probo- reduciría las atribuciones del Consejo de Instrucción Pública, en cuanto a la formación de Tribunales de oposición; esos Tribunales se compondrían tan sólo de las personas más competentes en la materia, que hubiese en el país; me anticipo a la objeción de que para muchas cosas aún no tiene aquí medida la competencia, diciendo que siempre será esto menos malo que la intervención del consejero y del académico, por el solo hecho de serlo, y de tanto innominado catedrático. Para que esta reforma tenga sentido, será preciso variar el modo actual de oposición. Los radicales de la pedagogía me dirán que no quieren oír hablar de oposiciones, que son inmorales, etc.; pero si no hemos de caer en el ensueño, en la utopia, no precipitemos las cosas. Sólo en España la oposición es una lotería y un ardid; sólo en España se tiende a que el opositor sea un muñeco de muelles que salte en todos los sentidos. No debiera ser necesario decir que un opositor debe poseer sobre todo una formación científica, una aptitud de reaccionar originalmente ante un problema que se le haya puesto con la debida antelación, un dominio de los métodos de investigación y habilidad para exponer. En suma, que la calidad y no la cantidad es lo que importa. ¿Cómo se compadece esto con la existencia de un cuestionario dado a conocer ocho días antes y que abarca toda la asignatura? ¡Sancta simplicitas!  Y no es que yo pida la creación de una Escuela Normal Superior donde se formen los futuros profesores de Instituto; no, por Dios. La flamante Escuela del Magisterio es aviso elocuentísimo de cuán prematuros son entre nosotros esos intentos lamentables de quiero y no puedo.

El Estado tiene a su alcance la posibilidad de preparar a los opositores sin gastar dinero: tiene la Universidad, que actualmente casi no sirve más que para conferir títulos, muy costosos, y que no prueban competencia científica[1]. Doble ventaja de esta solución: el Estado abandonaría la inconsciencia en que vive respecto de la formación del profesorado secundario, que hasta en Chile y la Argentina reciben educación e instrucción por encargo del país. Entre nosotros, los profesores de Instituto aprenden el oficio en sus casas. Como en la Universidad no se hace sino explicar la asignatura cada año a unos distintos alumnos ¿cómo va a venir el opositor a que le repitan la misma cantilena, que por lo demás apenas si guarda relación con lo que luego habrá de declamar en el trance supremo?

La otra ventaja sería galvanizar la enseñanza universitaria. Hay profesores que todos los años repiten los mismos rudimentos: en parte, porque no saben hacer otra cosa; en parte, porque los alumnos no saben nada, y hay que comenzar por enseñarles ortografía, el empleo justo de las palabras, etc. La nota de fin de curso pone término a este pugilato entre maestro y alumno, en el cual, por lo demás, el maestro siempre vence.

¿Pero y el día que sobre la placidez del anquilosado programa de tantas lecciones caiga un aviso de la superioridad en que se prevenga al catedrático que deberá dedicar unas cuantas horas de su clase a tratar de algunos asuntos, científicamente actuales, entre aquellos sobre que versarán las oposiciones a institutos? A esas clases es evidente que asistirán opositores, y es de esperar que no se contenten con buenas palabras, sino con un trabajo sólido. Tal sistema será un primer paso para romper la servil dependencia del estudiante y agudo acicate para el profesor, que tratará- por punto de honra- de retener a sus alumnos para que no se marchen a otra universidad o con otro maestro, que a lo mejor puede ser cualquier joven auxiliar o encargado de curso.

Dar normas precisas para la aplicación de un método, tan opuesto a nuestras tradiciones, no es de mi incumbencia. La selección de asuntos es, naturalmente, requisito esencial. Han de ser cuestiones que se hallen en la línea máxima de la ciencia, que no puedan tratarse repitiendo meramente lo ya dicho aquí o en el extranjero, etc. De esa suerte, muchos profesores consagrarán a la Universidad un interés mucho más hondo. En cambio naufragarán algunos profesores universitarios que no tienen de ello sino el nombre.

AMÉRICO CASTRO

 

 


[1] En todo este artículo me refiero-principalmente- a los estudios de Filosofía y Letras en la Universidad y en el Instituto.