Artículo de Américo Castro sobre el bachillerato en El País 12 de octubre 1915

Los articulos, llenos de interés, que don Luis Hoyos acaba de publicar en la revista España me han inducido a escribir acerca del mismo asunto. Se anuncia una reforma más del bachillerato, y creo no será inútil que se manifiesten diversas opiniones que rompan el silencio que habitualmente guarda la Prensa sobre esta fase de nuestra instrucción pública; ese silencio refleja claramente la poca entidad de los Institutos; no se discute su obra, ni se elabora para preparar un porvenir mejor, faltan libros sobre las cuestiones que van implicadas en la existencia y razón de ser de tales organismos: bachillerato clásico y moderno, lenguas vivas, acceso del pueblo, para que la enseñanza secundaria no sea privilegio de la burguesía, y mil problemas más.

Cualquiera que sea la posición que se adopte frente a nuestra segunda enseñanza habría que precisar antes lo que se piense acerca de su naturaleza; en grado eminente necesita conocerla el legislador que se aventure en una nueva reforma. Por el momento, yo no quiero más que traer de nuevo a la mente del lector el estado de nuestros institutos; en otra ocasión hablaré de los ideales.

Para los efectos propios de la cultura la acción tutelar del Estado no se ejerce en este caso. Fuera de lo meramente burocrático, el ministerio de Instrucción no sabe-no tiene que saber- lo que ocurre en los Institutos, que están en realidad dejados de la mano de Dios- o más modestamente, de la mano del Sr. Collantes-. Surgió el Instituto en el siglo XIX como una imitación externa de los liceos franceses; y ha venido rodando hasta hoy con vida mortecina, y sin merecer la confianza del pueblo que en forma algo sucinta ha decretado que el bachiller en artes es … (ilegible)  en todas partes. Los ministros han admitido indirectamente ese estado de cosas …. (ilegible), al hacer sufrir a esa enseñanza cambios tan frecuentes como poco meditados. Vale la pena leer la prosa ministerial del siglo XIX; Orovio reconocía que ningún profesor del Instituto sabía latín, y que sí habían de salvarse las humanidades era preciso confiar los alumnos a la enseñanza privada. Poco después (1867), sin embargo, se da un reglamento estableciendo la enseñanza del latín en forma amplia y detallada, prueba, sin duda, de que la competencia había renacido en los maestros. En 1873, Eduardo Chao, sintiéndose enfant terrible, suprime el estudio del latín: lo importante entonces era la Uranografía. Y a qué seguir, si lo actual vale por todas las historias? Basta con observar la forma, intelectualmente indecorosa, en que llegan a la Universidad el 90 por 100 de los bachilleres para deducir lo que esos vacuos organismos hacen con la juventud. Y todo se explica, viendo como, en general, se forman los profesores y se producen en la enseñanza. Las oposiciones a Institutos son aún más ineficaces que las universitarias, quizá por ser más numerosas. Se podría escribir una nueva Floresta general con lo que sucede en las oposiciones. Citaré pocos ejemplos, pero ellos recientes. En una oposición de latín, el Tribunal tomó a chacota a un opositor porque citaba a Brugmann; el presidente de un Tribunal de francés, para lucirse hablaba en esa lengua, ¡pero cómo¡, al opositor le llamaba l’opositeur; una de las preguntas de un cuestionario de lengua castellana – redactado por el “competente”- rezaba así: “ Palabras de significación distinta en el masculino y en el femenino: el puerto y la puerta, el recto y la recta, etc.”. Todo esto y mil cosas más suceden bajo la asistencia de un consejero de Instrucción pública y de un académico, que lejos de ser una garantía, son muchas veces lo contrario, por no entender nada de la materia; así su resolución no puede determinarse por el propio juicio. Entre aquellos hay quien afirma ser apto para presidir todo Tribunal; uno de estos señores, versado en Ciencias, ha juzgado unas oposiciones de árabe; otro, incapaz de decir dos palabras en francés, entra en tribunales de esa lengua. De esa suerte, ¿cómo podrán decidir de la competencia de los candidatos? Algunos consejeros quieren escudar su incapacidad en su carácter de meros representantes de la administración, sofisma insigne, puesto que votan como cualquier otro juez, y a menudo deciden del resultado.

¿Y los programas de oposición? Hechos según el capricho de cada Tribunal, dados a conocer una semana antes, no parece sino que se quiere practicar con ellos una selección inversa, para que la argucia y la trivialidad triunfen sobre el talento y el saber. No hace mucho me enseñaron un programa de oposiciones a “Preceptiva literaria”, en que figuraban las literaturas de todo el mundo, antiguas y modernas.

Ya salió nuestro catedrático de la oposición. ¿Qué le encarga la ley? El reglamento de segunda enseñanza, en el tratado del “método de enseñanza” dice:

“La clase consistirá en tomar la lección, en explicarla, en los ejercicios prácticos que exijan las asignaturas y en preguntar sobre las lecciones anteriores. Cuando el profesor lo estime oportuno adelantará la explicación necesaria sobre los puntos más difíciles de la lección siguiente, a fin de facilitar su estudio”. Art. 103. Una vez en clase, el profesor se aferra al libro de texto. Ha sido inútil prohibirlo, según sabe todo el mundo, incluso la autoridad académica. Cualquier mediocridad se atreve a llenar trescientas páginas de vulgaridades, cuando no de errores, y valiéndose de la negligencia pública, hace a veces una fortuna. En ninguna parte ocurre cosa análoga, sino que el profesor de Instituto, instrumento dócil de la administración, pone en manos de los alumnos volúmenes escritos por autores eminentes. Mientras que no haya una organización que prive al profesor de la excesiva facultad de examinar al estudiante, bueno sería volver al sistema antiguo (que duró, según creo, hasta 1875, de que el Gobierno señalara los libros que debían estudiarse; así, se localizaría el mal y se facilitaría la crítica.

En la clase se da la lección, como manda la ley: el profesor tiene un trabajo medio de seis horas semanales, menor que en ningún país de Europa, y cobra, relativamente, mucho más. Nadie le vigila ni le pide cuentas de lo que hace. Gozamos, en efecto, de la “libertad de la cátedra”, que convierte en reyezuelos académicos a unos funcionarios que en Francia o Alemania están sujetos a una administración férrea; en Alemania, ni aun se llaman profesores, son meros maestros superiores: Oberlehrer.

Apenas necesito observar, para el lector bien intencionado, que mi crítica no se dirige personalmente contra ningún profesor determinado. Todo el mundo sabe que hay profesores que por su valer científico podrían ocupar las primeras cátedras de nuestras Universidades. Y una de las razones para pedir un cambio radical en la organización de la segunda enseñanza, es, precisamente, que el esfuerzo de esos buenos maestros- como individual y aislado que es- no tiene en el Instituto todo el influjo que debiera.

No dice la ley que los alumnos tienen que escribir a menudo, que su cultura ha de irse desarrollando progresivamente, que la formación del hábito de pensar ha de ser cuidado preferentemente por el profesor. Los trabajos escritos, sobretodo, que tanto preocupan en todas partes, son casi desconocidos entre nosotros: primero, porque muchos de los profesores serían incapaces de dirigirlos (porque nadie se lo enseñó), y luego porque la tarea de corregirlos concienzudamente es una de las cargas más duras que pesan sobre el profesorado secundario de todos los países organizados. Y, sin embargo, la cosa es capital; hasta que no se escribe no se piensa con claridad. Así se expresan luego los bachilleres que no han recibido otra instrucción que la del Instituto; y así escriben. Por eso también el ejercicio escrito resultaba lamentable en sus exámenes: nadie había enseñado a escribir a los estudiantes y se les exigía que escribiesen decentemente. Pocos eran los que en los exámenes universitarios no cometían faltas de ortografía y de sintaxis. Un “sabio ministro”, dándose cuenta de ello, suprimió el examen escrito. Era lo más prudente.

El epílogo del bachillerato, como xxx dije, son los exámenes del preparatorio de la Universidad. He asistido a los de la Facultad de Letras. Unos 500 jóvenes, entre Junio y Septiembre han desfilado ante el Tribunal; todos ellos tenían derecho a que el Estado, a quien habían pagado, hubiesen puesto en sus cabezas un poco de lucidez y un poco de entusiasmo en sus corazones.

En general, la impresión que causan es desoladora; estos pobres chicos, muchos de veinte años, desconocían, casi todos, el valor preciso de las palabras que empleaban; algunos no habían leído más que los libros de texto, apenas si sabían conjugar un verbo; era todo un problema hacerles distinguir entre inédito, anónimo y apócrifo; uno creía que, una almena era una colmena; otro ignoraba que España tiene un protectorado en Marruecos, etcétera, etc.

En suma, para la mayoría la cultura, la orientación, el pensar, no se iniciarán sino cuando alejados de la instrucción pública reciban de la vida, en forma varia y fortuita, un impulso que los eduque y los encamine. Yo confieso haber sentido un profundo rubor, y mucho más teniendo en cuenta la función que la superioridad me obligaba a desempeñar. Es verdad que para comprobar si aquella turba de muchachos sabía o no de memoria el Fitzmanice Kelly (o los apuntes), hubiera bastado con el portero de la casa. El nuevo centro de enseñanza en que esos jóvenes ingresaban, se manifestaba ante ellos con los mismos estigmas del que acababan de abandonar.

 

Américo Castro